Caballo amarillo

Rodeábamos unos hombres y yo las patas de una estatua amarilla de un caballo, que era unas cinco veces más alta que yo. Entre todos acomodábamos, anudábamos y recorríamos unas cuerdas que llegaban hasta el cuello del caballo y bajaban hasta nuestras manos y el suelo que pisábamos. Algunos amarres estaban fincados en aquel cuello pero también asegurban a un niño que montaba la estatua; él permanecía recostado y abrazaba la estatua como si quisiera escuchar sus latidos.

Mientras estaba en esa posición, quienes rodeábamos la estatua sujetamos las cuerdas y algunos gritaban al niño qué debía hacer. Con lentitud, apoyando ambas manos bien abiertas en el cuerpo de metal que montaba, y con los músculos tensos, las cuerdas se movieron mientras él se incorporaba como jinete. Un garrafón de agua, que estaba atado como contrapeso, era lo que le dificultaba despegar el pecho del caballo.

Una vez que estuvo por completo sentado, vitoreamos el logro del niño.

No sé si en compañía o en solitario me transporté por agua hacia un lugar apartado del caballo amarillo. No había playa: era un farallón de rocas grises, angulosas como las vegetaciones en la selva y afiladas como los erizos que lastiman los pies. El agua tenía un color oscuro parecido al de la piel de los tiburones o de los ojos azules que apenas les da la luz. Entré en una habitación en la que cabrían tres o cuatro personas; era triangular y estaba labrada adentro del farallón con una geometría lograda quirúrgicamente. La parte de la habitación que daba al mar era una especie de puerta, de forma tiangular y terminaba en un escalón que se sumergía en el agua del mar. Los cortes en la puerta, los escalones y el piso, aunque se veían erosionados por el tiempo, eran rectos y simétricos.

Me di cuenta que ese lugar de roca era un escenario para la puesta en escena de la tragedia griega. Pero estaba solo ahí: no había actores, —y por tanto— ninguna obra que pudiera representarse en el escenario. ¿Cómo podría haber algún público si el espacio para las gradas estaba ocupado por el inicio del mar?Tragedia y mar

Caballo amarillo

Lirios acuáticos

[…] aquel lugar era público porque era visitado por muchas personas. Deambulé y lo conocí todo, pero ahora la mayoría de los detalles los tengo olvidados; sin embargo, recuerdo la abundancia de agua, musgo y plantas verdes. Había unos cuartos poblados de ese tipo de verde y los caminos sin techar eran de tierra, en trayectos adornados con piedras de río. El centro albergaba unos cuerpos de agua en forma de piscinas o espejos de agua, que eran en verdad el centro de aquel sitio, ya que todos terminábamos por encontrarnos ahí. El agua estaba repartida en tres almacenes en rectángulo, trazados con esmero y efectuados en cemento gris acero. A ratos, la ventana de mi departamento, uno en el que viví, apareció en medio del agua, y yo estaba ahí ante la ventana, y los cuerpos de agua se encogían en chapoteaderos en disposición de escuadra dentro de la habitación de aquel departamento. Tener agua tibia dentro de mi recámara era una comodidad. Sumergido hasta el pecho miraba los cambios que los actuales dueños habían hecho en la ventana por donde vi muchas veces un pino, pájaros y, cuando el tiempo y sobre todo el smog lo permitían, el cielo. La habían tapiado a la mitad, y se podía ver muy poco. Por dentro, en las tapias de ladrillos, instalaron unos ojos de cerámica de unos quince centímetros que miraban hacia adentro, y los que, a pesar de que no se movían, parecían vivos. Recuerdo uno verde botella y otro anaranjado. Aún había musgo y plantas en la jardinera de la ventana, aunque ya no las reconocía. De pronto volví a ver los tres cuerpos de agua que ahora tenían algo distinto.

Me acerqué a la primera alberca y estaba repleta de lirios. El agua está contaminada cuando aparecen estas plantas. El cielo era plomizo; para el resto de las personas, el agua se había vuelto indeseable porque la ignoraban. Me di a la tarea de repartir las plantitas entre los tres cuerpos para evitar la contaminación en el par restante. Mientras hice esa tarea, vi algo de la morfología de la relación entre la contaminación, el agua y los lirios: la primera era invisible (y no se conocía la razón por la que se había desarrollado); la segunda, al sufrir falta de pureza, atraía a los terceros. Esto lo supe cuando, al quitar los lirios bien maduros del primer espejo de agua, vi las plantas que apenas eran retoños, y que nacían a partir de unos hongos grandes como champiñones. Cuando el lirio alcanzaba a valerse por sí mismo en el agua, el hongo desaparecía, tal vez moría. Por suerte, el agua de las alberca no olía mal, y no perjudicaba en nada tocarla. Cuando terminé de repartirlos, me senté a ras de suelo, y miré el agua y sus plantas, el cielo y su color plomo. No pude evitar sentir una pesadez sobre los hombros.

Algunos aparatos, como drones, ocuparon el cielo. La gente no dejaba de pasear por ahí. A pesar de la contaminación, nadie aparentaba estar afligido; esas personas era todas desconocidas. Sólo se ocuparon en divertirse […]

[…] Negro y yo caminamos en el Campus pero no reconocí ningún lugar a pesar de que sabíamos a dónde ir. Después de bajar unas rampas, cruzar barandales y caminar en el pasto, llegamos al Instituto del Agua; su emblema era azul y verde. Quizá encontraríamos agua para beber ahí.

Agua presente

Lirios acuáticos

En los sueños perviven sacrificios humanos

Los tres éramos hombres latinoamericanos (uno, argentino) y estábamos en cuclillas frente a un hueco rectangular en la tierra negra de tres metros por uno y medio; alguien lo había anegado y el agua estaba turbia y negra. Flotaba sobre la superficie del agua una sustancia amarilla. Jugábamos con ella con varitas secas, y alguien nos dijo que esa cosa era el espíritu del pueblo en el que nos encontrábamos. Sentí sin mediación respeto por ella; me puse de pie y me alejé sin darle la espalda. (Un sueño anterior, en la misma noche, había comenzado igual, como si fuera una película con un guión adaptado de alguna novela negra. Alguien había cometido un crimen al lado del hueco anegado, y alguien tenía que encontrar al criminal: yo llegaba a la escena del crimen. Crecieron ahí, luego, unas plantitas verdes parecidas a los tréboles, y estaban manchadas de sangre).

Cuando estuve a una distancia segura supe que dentro de esa agua turbia esperaba un cocodrilo hambriento. Entonces ya no había ninguno de los otros dos hombres sino una muchacha cuyas piernas estaban apoyadas en la orilla del hueco negro. Supimos que el cocodrilo podría emerger en cualquier momento con las mandíbulas abiertas y afiladas. Las piernas de aquella chica se afirmaban en la tierra con pequeños pasos, como si fueran éstas unos zancos y quien los montara perdiera un poco el equilibrio. Sabíamos también que tales acciones de la chica atraerían al cocodrilo. (De alguna manera estaban presentes mis antiguos compañeros). Yo estaba alejado de ella pero no sabía (¿o no quería?) advertirle que estaba en peligro.

El cocodrilo salió como esperábamos, rápido y certero. Comió la pierna derecha de aquella pobre: su hueso asomaba de entre la piel negra de una bota desgarrada; lloraba a gritos y dos personas la llevaron a salvo encargándose cada quien de uno de sus brazos. Nos apartamos horrorizados (tal vez por haber permitido que sucediera esto o quizá porque el cocodrilo nos producía pánico). Nos trasladamos hacia el patio delantero de una casa vecina en Hidalgo, en donde viví mi infancia. Había en él unos huecos parecidos al primero pero no estaban anegados; la tierra era igual de negra, y también había en ellos cocodrilos pero del tamaño de las lagartijas: nos dieron pavor igualmente. Los señalábamos con los dedos para advertir a todos de su presencia.

Boca y dientes

En los sueños perviven sacrificios humanos

Caída

Fue uno de esos sueños en donde se tiene la ilusión de que se sabe que se está soñando. En mi caso, y en todos los casos en que me ha sucedido, nunca he podido ejercer mi voluntad a placer como he escuchado que algunas personas hacen mientras sueñan y creen estar despiertos dentro del sueño. En este sueño tuve la sensación de experimentar cómo se repetía varias veces la escena —si es que así puede llamársele— en la que yo iba dentro de un autobús, y el paisaje era una colección de espacios delimitados para almacenar chatarra, cosas de segunda mano para que simplemente quien quisiera tomara algún cacharro y le hiciera lo que le viniera en gana. Pasamos en ese bus muchas veces por los mismos espacios, en el mismo orden y con una duración idéntica a las veces anteriores: hicimos varios recorridos iguales. Sólo puedo recordar uno de los contenedores, el que apenas tenía una cerca baja de alambre y que adentro guardaba muebles casi nuevos. Vi un escritorio con formas de árbol que me gustó.

Luego de mucho ir y venir por el mismo camino, el sueño tuvo un giro brusco, y no sé si fue entonces que dije «esto es un sueño» o fue antes, pero quien iba al volante del autobús perdió el control a un lado de un barranco, y nos precipitamos hacia él. La caída fue larga y azul (con algunas manchas blancas de las nubes). Tardamos tanto en alcanzar el fondo que daba tiempo de articular frases completas dentro y fuera de la cabeza, tanto que pude hacerme a la idea de estrellarme contra el suelo y aceptar la muerte, tanto para tranquilizarme y pensar que estaba en un sueño.

La caída no dolió.

Caer habría implicado despertar con un sobresalto, como es usual, pero en esta vez condujo a otra parte del sueño: llegamos todos los que estábamos en el vehículo desbarrancado a un lugar donde teníamos que andar a gatas para avanzar quién sabe a dónde. Cruzábamos entre unos arcos de un material blanco reluciente; nuestras ropas también eran de ese color y estaban impecables; todo en aquel sitio era limpio, claro y sin olor. La fila de personas que a gatas iban frente a nosotros era interminable. En algún momento, la mujer que iba detrás de mí quería avanzar a mi lado pero había unas reglas muy claras y parece que rígidas que decían que entre los arcos blancos tenía que ir una persona a la vez; se lo dije a ella y entendió enseguida.

No recuerdo más.

Caída

Sin zapatos

Estaba en un pesero sin zapatos. Subí los pies al asiento y caí en cuenta de que había salido de mi departamento descalzado. Miré a mi izquierda y una señora miraba también mi falta de zapatos. Me preguntó con la mirada qué pasaba; respondí de la misma forma que estaba desconcertado como ella. Dije con palabras que quizá tendría que comprar unas chanclas o algo parecido llegando a la estación de metro. Esa señora y yo comenzamos a platicar abiertamente. Llegamos a nuestro destino y caminamos hacía algún puesto; mientras esquivábamos cristales rotos y basuras peligrosas. Había cristales verdes, como el cristal de las botellas de cerveza clara, y cristales oscuros, como el de las botellas de cerveza oscura.

Finalmente, para alivio de ambos, pudimos llegar a un puesto en el que compré unas chanclas negras con las que pude seguir mi camino sin herir mis pies.Sin zapatos

Sin zapatos

Una cerveza oscura

El bar albergaba una penumbra agradable pero la escasez de personas me transmitía un halo de derrota. En la barra había tres personas dispuestas a atender. Estaba solo; andaba solo; no había alguien que conociera. Vi en una mesa a dos mujeres —menores que yo—, y que me gustaron. Ambas me recibieron con amabilidad; una de ellas se levantó al baño para dejarme a solas con su amiga, quien me jaló de las solapas y me dio un beso en la boca que me repugnó. Luché para alejarme de su cara. Lo logré pero la distancia fue aún peor porque sus ojos —miraban con fijeza a los míos— se turbaron como si hubieran sido un cielo asaltado por la tormenta; sus iris poblaron el resto de sus globos oculares de la misma manera en que la tinta china avanza en el papel al volcar por accidente el frasco encima. Mientras, la misma tormenta de ella se hacía en forma de miedo adentro de mi pecho. Me dijo palabras que terminaron de quebrar mi ánimo:

«¿Qué pasa? ¿No te gusta el amor entre caballos? Tienes miedo, ¿verdad?».

Se burlaba. Me levanté buscando como náufrago la barra para flotar en la soledad de la piel del mar. «Una cerveza». Me dieron una sabrosa, mi único consuelo. La terminé y salí de ahí. Las calles imitaban el interior del bar: era de noche y no había tránsito ni peatones en las calles. Me senté por ahí a ordenar mi interior. Creí que donde estuviera sería un lugar seguro porque estaba desolado, y dejé mis llaves ahí donde me había sentado. Di un paseo y al volver las hallé desparramadas por todos lados. Mi llavero, en forma de una oreja morada, no estaba porque lo habían arrancado de la argolla de acero y aún quedaban restos de plástico morado. Pasos más adelante, hallé la oreja medio destrozada y con una mordida en la parte superior que le arrancó un pedazo grande.

Una cerveza oscura

La chica de la mirada incrédula

Desde esta esquina, la ciudad luce completamente normal. La gente parece vivir de la misma manera en que lo ha venido haciendo desde que puedo recordar, o desde que presto más atención a la manera en que la sociedad se desenvuelve.

Desde este lado de la ciudad, veo con mucha claridad cómo las manifestaciones de rebeldía de una chica llegan a extremos a los que muchos no estamos dispuestos a llegar. Me da la impresión de que esa chica, que no me es del todo desconocida, intenta quitarse la vida frente a la gente que camina frente a ella sin prestarle atención alguna.

Doy algunos pasos para ver más de cerca qué es lo que sucede y qué consecuencias traerá ver a esta chica colgada en plena plaza central. Conforme camino más, puedo darme cuenta de que no hay nada de qué extrañarme; la chica se encuentra pendiendo de una soga que ella misma anudó a un árbol. Lo curioso es que puedo ver que aún sin vida, ella observa incrédula y con los ojos muy abiertos que la gente camina a su lado, y pasa sin siquiera advertirla. Adivino en su mirada una pregunta: ¿valió la pena morir por estos? Y, en silencio y mirándole a los ojos, le respondo que no.

03 agosto de 2012

Jódanse los buitres.

La chica de la mirada incrédula

Invierno

Volvía por una senda campestre a Alemania. Era invierno y la luz era crepuscular. Entre mucha nieve vi una casa que tenía una iluminación como de candil; la supe cercana, y una pareja de perros —creo que machos— salió a recibirme. Detrás de ellos venía una señora pero no sabría decir quién era. Los animales eran fuertes y enérgicos. Los perros me gustan.

Mis pantalones tenían nieve y el frío era bastante. Quizá la señora me invitó a pasar a esa primera casa; sin embargo, mi camino siguió. Llegué a las puertas de una iglesia gótica con detalles azules y color oro; el hielo también la adornaba. Entré. Dentro la oscuridad casi reinaba, y una sensación de calor me llegó lentamente. Me quedé dormido sobre una plancha esculpida en roca gris; parecía un tálamo o una tumba: quiero decir que no era un lugar adecuado para descansar. Un poco después una monja, la única mujer que habitaba la iglesia, me despertó con mucho tiento y me llevó más adentro del edificio. Vi rosetones con detalles de oro conquistados por el hielo del invierno. La luz era escasa, áurea y estática.

No podría decir en qué momento llegué a la puerta de un tercer hogar. Mis-ojos-verdes me guió. No podíamos entrar, y un trío —tal vez una pareja— de aves parecidas a los patos o a los gansos se dirigió con hostilidad hacia nosotros: querían mordernos. Uno llegó con el pico abierto y lo asestó en mi brazo o en mi pierna; traté de distraerlos con mi abrigo pero otros animales me atacaron: unos Espouns (en alemán). Asemejaban gusanos y tenían dos tenazas como los alacranes; estos habían trepado hasta mi estómago y mordían con fuerza mi piel.

Invierno

Parque industrial

Estaba en la explanada de un campo industrial rodeado por paredes muy altas hechas por tuberías, compuertas, metal, pilas de vapor y escaleras. El piso era un mapa conformado por líneas gruesas de pintura de colores blanco, amarillo y rojo.

Ahí, personas vagaban. Yo hacía lo mismo. De pronto, desde las compuertas rodaron unos carretes gigantes de metal sobre unas rampas especiales para tal propósito. Los carretes avanzaban hasta un espacio destinado como contenedor al aire libre. Un espíritu de dinamismo embargó al campo industrial. A mí también.

Más y más carretes, ahora de otros tamaños, salían de las compuertas que parecían no tener fin. La fábrica se puso en marcha.

Corrí hasta los espacios-contenedores para verificar que los carretes sí llegaran a su destino y no hicieran destrozos (aunque conocía de antemano que de ocurrir lo contrario yo no podría hacer nada al respecto). Saber que todo funcionaba bien me hizo sentir tranquilo. Al volver cerca de las paredes industriales me encontré con muchas mujeres jóvenes, vestidas todas de la misma forma, que tenían carretes pequeños en sus manos. Trataban de derribarme con ellos pero con habilidad logré esquivarlas. Una de ellas muy atractiva quiso tirarme, no pudo y yo alcancé su boca con la mía.

Parque industrial