Alguien había comprado un rifle negro de diábolos. Era grande y de aspecto sofisticado. Si alguien lo hubiera visto, seguro que pensaba que funcionaba con municiones de calibres permitidos sólo a la policía o el ejército. El caso, pues, es que yo caminaba con él a plena luz del día en alguna concurrida plaza citadina. Por ahí cruzaban apresurados muchos universitarios que se les hacía tarde para su clase. Yo permanecía con mi andar despreocupado.
A lo lejos vi una congregación de varios estudiantes que se estaban formando. Mostraban una actitud abiertamente hostil, pero todavía no descubría contra quién. Al volver la vista, miré a unos soldados que imitaban los movimientos de los estudiantes, pero con mucha mayor disciplina y simetría. Estaba yo en medio de dos bandos que no tardaban en enfrentarse y con un rifle vistosísimo a mis espaldas. A esas alturas nadie parecía notarlo, aunque ciertamente lo llevaba todavía colgado.
Las acciones hostiles tardaron lo suficiente en comenzar como para que yo lograra ponerme a resguardo de las balas. Elegí un lugar muy inverosímil: sobre un cubo elevado de cemento. También en él hallé a un estudiante que huía del tiroteo. Nos tendimos lo mejor que pudimos sobre esa plancha y esperamos a que nadie nos disparara o que el fuego cruzado no nos lastimara. Y así fue.
Las pesquisas de los militares en busca de estudiantes nos alcanzaron. Yo no hice otra cosa más que rendirme pacíficamente y un tranquilo soldado me llevó hasta la puerta de un autobús. En éste hallé a muchos prisioneros como yo, aunque dudaba que provinieran de la misma batalla que yo había presenciado. Junto con los presos encontré a más agentes custodiantes y, para mi sorpresa, al Presidente mismo de la República. Él estaba detrás de todos los ataques y parecía solazarse con la compañía de los apresados.
En cuanto me vio entrar al autobús reconoció al más nuevo de sus prisioneros, así que seguro de sí, se me acercó. Me indicó dónde debía sentarme y él se puso al lado mío. Sacó una jeringa metálica y la interpuso frente a nuestros rostros. Me dijo: «Después de que te inyecte esto, no recordarás dónde estuviste, pero sí lo que te voy a decir.» Yo sería el mensajero para anunciarles la gran amenaza que ese Presidente esgrimía contra el resto de los estudiantes. Asqueado me levanté del asiento para deambular dentro del camión; no sin antes haber sido inyectado con sabe dios qué líquido!
En los asientos traseros vi a un hombre de tez morena que miraba el paisaje desértico a través de las ventanas del camión. Era un prisionero, como yo. La forma en que miraba las cosas era distinta a como las demás personas lo hacen. Llevaba en alguna parte de su cuerpo el característico color bermejo que un chamán elegiría para protegerse. En ese momento de revelación, en que caí en cuenta de que era un chamán, me irrité al preguntarme por qué carajos habían apresado a un hombre como él. Lo vi como un hermoso quetzal atrapado en una jaula mugrienta, rumbo a un matadero en donde se quedarían sólo con sus plumas que después serían puestas en un adorno de pésimo gusto.
El camión regresó al lugar del enfrentamiento con los estudiantes. Los agentes, confiados de que no recordaría nada a causa de la inyección, me dejaron ir libremente hasta la explanada, donde ya el Presidente estaba dando un discurso de condolencias por los jóvenes caídos en la refriega. La solemnidad de todos los oyentes me heló la sangre.