Por teléfono me enteré de que alguien de mi familia había caído enfermo. Tomé algunas cosas indispensables y me subí a una camioneta, que francamente, nunca había visto. Conocía que el camino era laberíntico y desconocido para mí. No me importó. Encendí el auto y comencé el viaje.
Pronto despareció el pavimento para dar paso al camino de terracería. Ésta fue devorada por una vegetación espesa verde limón, luminosa. Un viento húmedo se colaba por la ventanilla. Me engañó una sensación de bienaventuranza y seguridad. Me seguí internando en el camino desierto.
Llegué a algunas bifucaciones que se parecían a los cuernos del venado. Tomé siempre las desviaciones que estaban marcadas por flechas. Parecía que si seguía ese camino podía llegar a alguna población. Y así fue.
Las plantas indefectiblemente mojadas, dejaban que gotas translúcidas cayeran al suelo poblado de hongos. El rojo brillante de la camioneta, su carrocería inexplicablemente impecable y sus toscas llantas cubiertas de lodo, penetraban cada vez más en el santuario alienado. Seguía manejando, confiado de llegar a algún sitio.
Arribé a un pueblecillo en el mismo corazón de la selva de la que ya no me sentía capaz de salir. Justo en su centro me encontré con un lago o río límpido, azul grisáceo. La música del correr del agua me sedujo tranquilizándome, mientras estaba en el hocico del lobo.
El líquido fluía fresco.
Llegué a una callejuela en donde había muchas personas sentadas en la acera, algunas en bancos, y niños jugando en medio del paso de los vehículos. Me detuve y descendí de la camioneta. Saludé y comencé a hablar con un señor panzón que comenzó a orientarme. Le dije que estaba perdido, que necesitaba llegar con urgencia a un lugar.
Una sinfonía de gotas sonó: llovía.
El panzón me dijo que iba a ser imposible que yo me fuera de ahí en camioneta porque se atascaría. Asentí y le pedí que me siguiera diciendo cómo ir a mi destino. Terminó de enseñarme y comencé mi viaje a pie. En la salida del pueblo, como si éste estuviera en un segundo piso, hallé unas escaleras de caracol, hechas de piedra por donde tendría que descender para llegar, una vez más, a la selva.
En el umbral de las escaleras me encontré con una selva todavía más mojada y más salvaje. Un riachuelo corría a mi izquierda y mostraba unas pirañas exageradas. Un grupo de gatos monteces cazaban frente a mí. El lodo que era el camino era tan espeso como el merengue.
Seguir a pie me aseguraba morir en el corazón de la hermosa selva.