Sin zapatos

Estaba en un pesero sin zapatos. Subí los pies al asiento y caí en cuenta de que había salido de mi departamento descalzado. Miré a mi izquierda y una señora miraba también mi falta de zapatos. Me preguntó con la mirada qué pasaba; respondí de la misma forma que estaba desconcertado como ella. Dije con palabras que quizá tendría que comprar unas chanclas o algo parecido llegando a la estación de metro. Esa señora y yo comenzamos a platicar abiertamente. Llegamos a nuestro destino y caminamos hacía algún puesto; mientras esquivábamos cristales rotos y basuras peligrosas. Había cristales verdes, como el cristal de las botellas de cerveza clara, y cristales oscuros, como el de las botellas de cerveza oscura.

Finalmente, para alivio de ambos, pudimos llegar a un puesto en el que compré unas chanclas negras con las que pude seguir mi camino sin herir mis pies.Sin zapatos

Sin zapatos

Invierno

Volvía por una senda campestre a Alemania. Era invierno y la luz era crepuscular. Entre mucha nieve vi una casa que tenía una iluminación como de candil; la supe cercana, y una pareja de perros —creo que machos— salió a recibirme. Detrás de ellos venía una señora pero no sabría decir quién era. Los animales eran fuertes y enérgicos. Los perros me gustan.

Mis pantalones tenían nieve y el frío era bastante. Quizá la señora me invitó a pasar a esa primera casa; sin embargo, mi camino siguió. Llegué a las puertas de una iglesia gótica con detalles azules y color oro; el hielo también la adornaba. Entré. Dentro la oscuridad casi reinaba, y una sensación de calor me llegó lentamente. Me quedé dormido sobre una plancha esculpida en roca gris; parecía un tálamo o una tumba: quiero decir que no era un lugar adecuado para descansar. Un poco después una monja, la única mujer que habitaba la iglesia, me despertó con mucho tiento y me llevó más adentro del edificio. Vi rosetones con detalles de oro conquistados por el hielo del invierno. La luz era escasa, áurea y estática.

No podría decir en qué momento llegué a la puerta de un tercer hogar. Mis-ojos-verdes me guió. No podíamos entrar, y un trío —tal vez una pareja— de aves parecidas a los patos o a los gansos se dirigió con hostilidad hacia nosotros: querían mordernos. Uno llegó con el pico abierto y lo asestó en mi brazo o en mi pierna; traté de distraerlos con mi abrigo pero otros animales me atacaron: unos Espouns (en alemán). Asemejaban gusanos y tenían dos tenazas como los alacranes; estos habían trepado hasta mi estómago y mordían con fuerza mi piel.

Invierno

Los OVNIs del 8 de junio de 2011

Como si estuviéramos frente a una pantalla, desfilaban ante nosotros los diversos escenarios de una excursión en ámbitos naturales, casi salvajes. Creo que había algunos marinos, otros selváticos pero nos adentrábamos en un bosque color de otoño con un río helado y una cabaña en la que seguro nos resguardaríamos. Dimos un primer paso y la puerta de madera ya estaba muy cerca, no más de treinta segundos a pie; de pronto, la amenaza tan vieja, tan conocida hizo presencia: un enjambre de OVNIs apareció en el cielo con plenas intenciones de abducción. El pánico descendió sobre nosotros como un sereno pero de manera tan súbita que corrimos hacia la cabaña. Cuando la mayor parte de los excursionistas ya estaba dentro, vi en el umbral de la puerta el cabello rubio de la chica que más me interesaba que entrara a resguardo. Fue al seguir sus pasos que caí en cuenta de algo: los OVNIs más que una amenaza, eran un simulacro. Cogí uno con la mano mientras viajaba en el aire. No era más grande que dos metros; al tocarlo recordaba a ese metal que no se sabe si es plástico o viceversa. Era fresco al tacto y ningún tripulante pareció encararme. Sospecho que algún engrane, hechizo, conjuro, maldición o tara decayó dentro de mí. Estoy a la espera de nuevas noticias.

Los OVNIs del 8 de junio de 2011

Otra pinche guerra

La carretera a lo lejos se enterraba en el paisaje como una hipodérmica. Había árboles y pastizales, y la cinta asfáltica gris. Nunca supe si viajaba a pie o en algún motor.

A mis lados el horizonte mostró dos batallones de ejércitos contrarios; yo estaba en medio del fuego cruzado. Sin tardanzas las trincheras aparecieron y el cielo se tiñó de pólvora.

El sonido de las metrallas era terrible. Una muchedumbre verde militar se movía nerviosa, como cucarachas al encender el foco de la cocina. Sin premeditarlo me había inclinado a un bando, no supe cuál pero de entre ese maldito caos de armas y hombres queriendo matar hombres vi la cabecita infantil de uno de mis sobrinos sobresalir de una trinchera. Las balas acariciaban su cabello desordenado.

Corrí tan rápido como el sueño lo permitió y me acosté sobre el borde de la trinchera, enroscándome alrededor de su cabecita, esperando que mi espina sirviera de escudo, quizá deseando que la carretera fuera aquélla que había perforado el horizonte con tanta naturalidad.

Otra pinche guerra

Nadando en algo parecido a un cenote

El autobús rentado especialmente para la ocasión avanzaba en la noche. Las únicas luces en el camino rural eran los faros del vehículo, estrellas y una luna ilocalizable. Después más luces vinieron a nuestro encuentro: las del conjunto de campamentos que nos aguardaban junto a algunas fogatas.

El entusiasmo dentro del autobús podía sentirse, sobre todo porque el mío también alimentaba la emoción general de los demás viajeros. Por las ventanas podía verse la escasa infraestructura: algunos lotes de estacionamientos, bodeguitas y un árbol de navidad sintético de unos cinco metros de alto. Nos detuvimos y bajamos del automóvil. Supongo que fuimos directamente a algunas tiendas de campaña a dormir, porque no recuerdo nada sino, hasta tiempo después, un sol poderoso y un azul inverosímil en un cuerpo de agua a mis pies.

Unos pequeños islotes en forma de nariz interrumpían la continuidad del color de las aguas. Esas rocas eran de un color pálido y algunas estaban ocupadas por bañistas que miraban a otros o contemplaban el hechizo azul de agua.

Yo no perdí el tiempo y me quedé en paños menores. Me sumergí. El espectáculo de la profundidad de ese cuerpo de agua era inescrutable. Toda una arquitectura de rocas sobresalía dentro del abismo. Rápidamente me uní a algunos nadadores que también disfrutaban del contacto con el elemento: eran viejos compañeros de escuela. Uno de ellos me dijo:

-Los mayas venían aquí a rezar. Hay algunos nichos muy por debajo del agua, ahí dejaron ofrendas y se estaban cuanto pudieran: así se acercaban a la divinidad.

Traté de mirar los nichos de los que me hablaba y los distinguí muy lejanos. Supe que por más que me esforzara no podría alcanzar los más próximos. Comprendí que la fuerza corporal de los prehispánicos estaba fuera de mi alcance, aunque me sentí privilegiado por nadar en esas aguas. Sentí con fuerza el espíritu del lugar.

Al nadar mis collares rojos se cristalizaban por efecto del agua diáfana.

No podía estar en un mejor lugar.

Nadando en algo parecido a un cenote

Tiroteo militar

Alguien había comprado un rifle negro de diábolos. Era grande y de aspecto sofisticado. Si alguien lo hubiera visto, seguro que pensaba que funcionaba con municiones de calibres permitidos sólo a la policía o el ejército. El caso, pues, es que yo caminaba con él a plena luz del día en alguna concurrida plaza citadina. Por ahí cruzaban apresurados muchos universitarios que se les hacía tarde para su clase. Yo permanecía con mi andar despreocupado.

A lo lejos vi una congregación de varios estudiantes que se estaban formando. Mostraban una actitud abiertamente hostil, pero todavía no descubría contra quién. Al volver la vista, miré a unos soldados que imitaban los movimientos de los estudiantes, pero con mucha mayor disciplina y simetría. Estaba yo en medio de dos bandos que no tardaban en enfrentarse y con un rifle vistosísimo a mis espaldas. A esas alturas nadie parecía notarlo, aunque ciertamente lo llevaba todavía colgado.

Las acciones hostiles tardaron lo suficiente en comenzar como para que yo lograra ponerme a resguardo de las balas. Elegí un lugar muy inverosímil: sobre un cubo elevado de cemento. También en él hallé a un estudiante que huía del tiroteo. Nos tendimos lo mejor que pudimos sobre esa plancha y esperamos a que nadie nos disparara o que el fuego cruzado no nos lastimara. Y así fue.

Las pesquisas de los militares en busca de estudiantes nos alcanzaron. Yo no hice otra cosa más que rendirme pacíficamente y un tranquilo soldado me llevó hasta la puerta de un autobús. En éste hallé a muchos prisioneros como yo, aunque dudaba que provinieran de la misma batalla que yo había presenciado. Junto con los presos encontré a más agentes custodiantes y, para mi sorpresa, al Presidente mismo de la República. Él estaba detrás de todos los ataques y parecía solazarse con la compañía de los apresados.

En cuanto me vio entrar al autobús reconoció al más nuevo de sus prisioneros, así que seguro de sí, se me acercó. Me indicó dónde debía sentarme y él se puso al lado mío. Sacó una jeringa metálica y la interpuso frente a nuestros rostros. Me dijo: «Después de que te inyecte esto, no recordarás dónde estuviste, pero sí lo que te voy a decir.» Yo sería el mensajero para anunciarles la gran amenaza que ese Presidente esgrimía contra el resto de los estudiantes. Asqueado me levanté del asiento para deambular dentro del camión; no sin antes haber sido inyectado con sabe dios qué líquido!

En los asientos traseros vi a un hombre de tez morena que miraba el paisaje desértico a través de las ventanas del camión. Era un prisionero, como yo. La forma en que miraba las cosas era distinta a como las demás personas lo hacen. Llevaba en alguna parte de su cuerpo el característico color bermejo que un chamán elegiría para protegerse. En ese momento de revelación, en que caí en cuenta de que era un chamán, me irrité al preguntarme por qué carajos habían apresado a un hombre como él. Lo vi como un hermoso quetzal atrapado en una jaula mugrienta, rumbo a un matadero en donde se quedarían sólo con sus plumas que después serían puestas en un adorno de pésimo gusto.

El camión regresó al lugar del enfrentamiento con los estudiantes. Los agentes, confiados de que no recordaría nada a causa de la inyección, me dejaron ir libremente hasta la explanada, donde ya el Presidente estaba dando un discurso de condolencias por los jóvenes caídos en la refriega. La solemnidad de todos los oyentes me heló la sangre.

Tiroteo militar

Caminata

Íbamos varias personas por una senda polvosa. A cada lado se dibujaban las siluetas de magueyes incoloros. Nuestros pasos animaban pequeñas nubes de polvo. El sol de mediodía iluminaba todo.

De pronto en el camino aparecían charcos con aguas pútridas, de contornos oscuros como de algas muertas. A veces, lejos de nosotros, había tanta agua de la misma clase que podía nadarse en ella. Seguimos avanzando y la sombra de un hombre alto se me acercó. Sentí empatía con él, pero no lograba ver siquiera el color de su piel. El sol seguía reinando. A pesar de que la luz nos anegaba, mi acompañante permanecía sumergido en una oscuridad.

Inmediatamente después, a un lado de mis pies encontré dos fascos. Uno pequeño, traslúcido y vacío; el otro era ancho de un color azul profundo con unas gruesas vetas bermejas y geométricas. Me despertó una curiosidad mórbida. Antes de levantarlo del suelo me enteraba telepáticamente que una bruja había maldecido ambos objetos: decidía correr el riesgo y levanté el recipiente azul. Lo miré a contraluz, las vetas brillaban como ojos luminosos. Adentro había útiles escolares antiguos: unas tijeras oxidadas retorcidas que recordaban a los zapatos de los duendes, y lápices de maderas corroídas. Me lo quedé: me encantaba. Después, con mucha calma, examinaría su contenido.

No dejamos de caminar hasta que nos encontramos con un gran charco. Algunos de los peregrinos comenzaron a adentrarse en esa agua repugnante, y poco después daban señales de ahogarse. De las manchas negras del contorno se desprendieron cocodrilos del mismo color. Iban a devorarlos.

Todos corrimos hasta el agua y los ayudamos a salir. Los cocodrilos tomaron otra vez su lugar y desaparecieron. Dimos marcha atrás en la senda polvosa.

Caminata

Camioneta blanca

Manejaba en la vía de salida de una ciudad enterrada en mi inconsciente, en lo más profundo. Era una camioneta blanca, recién sacada de la agencia, brillante como un chorro de agua iluminado por el sol.

La conducía desnudo.

La carretera devenía en unas curvas pronunciadas casi intransitables. A un lado y a otro aparecían algodonosos árboles, de un verde oscuro que adornaban el camino. Algunas curvas me sacaban de la cinta asfáltica, esperaba cada vez que algún auto se estrellara de frente contra mí. Al arribar a la sinuosidad más abigarrada, tomé una pendiente que me condujo hacia un desfiladero por donde descendía la carretera hacia el vacío. De curvas pronunciadas, el camino se convirtió en un rizo totalmente vertical.

De pronto, descubrí la habilidad para poder flotar a un lado de la camioneta, mientras ella caía irremediablemente. Encontré en mis manos un hilo grueso, de color naranja luminoso que debía señalar el camino por el que la camioneta debería descender sin riesgo de estrellarse contra el suelo. Volé por dentro de los rizos que era la carretera y conduje, por medio del hilo, hasta la seguridad.

Seguía desnudo pero ya no en el camino ni en la camioneta, sino en mi cama y a oscuras. Escuché que tocaban la puerta, y dije «no pases porque estoy desnudo». Volvieron a llamar con los nudillos. Era mi padre el que quería entrar. Volví a decir lo mismo, pero él no pareció escuchar e irrumpió. No le importó que estuviera en cueros y se acercó hasta mí, tocó mi pelo y me dijo «ya despierta, ya es hora». Y desperté.

Camioneta blanca

La selva

Por teléfono me enteré de que alguien de mi familia había caído enfermo. Tomé algunas cosas indispensables y me subí a una camioneta, que francamente, nunca había visto. Conocía que el camino era laberíntico y desconocido para mí. No me importó. Encendí el auto y comencé el viaje.

Pronto despareció el pavimento para dar paso al camino de terracería. Ésta fue devorada por una vegetación espesa verde limón, luminosa. Un viento húmedo se colaba por la ventanilla. Me engañó una sensación de bienaventuranza y seguridad. Me seguí internando en el camino desierto.

Llegué a algunas bifucaciones que se parecían a los cuernos del venado. Tomé siempre las desviaciones que estaban marcadas por flechas. Parecía que si seguía ese camino podía llegar a alguna población. Y así fue.

Las plantas indefectiblemente mojadas, dejaban que gotas translúcidas cayeran al suelo poblado de hongos. El rojo brillante de la camioneta, su carrocería inexplicablemente impecable y sus toscas llantas cubiertas de lodo, penetraban cada vez más en el santuario alienado. Seguía manejando, confiado de llegar a algún sitio.

Arribé a un pueblecillo en el mismo corazón de la selva de la que ya no me sentía capaz de salir. Justo en su centro me encontré con un lago o río límpido, azul grisáceo. La música del correr del agua me sedujo tranquilizándome, mientras estaba en el hocico del lobo.

El líquido fluía fresco.

Llegué a una callejuela en donde había muchas personas sentadas en la acera, algunas en bancos, y niños jugando en medio del paso de los vehículos. Me detuve y descendí de la camioneta. Saludé y comencé a hablar con un señor panzón que comenzó a orientarme. Le dije que estaba perdido, que necesitaba llegar con urgencia a un lugar.

Una sinfonía de gotas sonó: llovía.

El panzón me dijo que iba a ser imposible que yo me fuera de ahí en camioneta porque se atascaría. Asentí y le pedí que me siguiera diciendo cómo ir a mi destino. Terminó de enseñarme y comencé mi viaje a pie. En la salida del pueblo, como si éste estuviera en un segundo piso, hallé unas escaleras de caracol, hechas de piedra por donde tendría que descender para llegar, una vez más, a la selva.

En el umbral de las escaleras me encontré con una selva todavía más mojada y más salvaje. Un riachuelo corría a mi izquierda y mostraba unas pirañas exageradas. Un grupo de gatos monteces cazaban frente a mí. El lodo que era el camino era tan espeso como el merengue.

Seguir a pie me aseguraba morir en el corazón de la hermosa selva.

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La selva

La arañagrillo

A la orilla de una carretera estuve en una palapa donde se comía una barbacoa. El ambiente familiar, de comunión defectuosa, me fastidió. Me levanté y caminé hacia la carretera con un vaso de cristal en la mano. Tenía sed, pero nada podía beber debajo de la palapa.

Sabía que al lado de carretera a menudo existen tambos con agua potable. Salí a buscarlos. Caminaba justo en el filo de la blanca barra interminable. Los grandes trailers pasaban a mi mano izquierda. Sentía sus poderosas fuerzas en mi espalda.

Con frecuencia me topaba con tambos, pero con agua estancada. Había un claro en donde había algunos jornaleros, que rodeaban a uno de ellos que estaba en el suelo, convalesciente. Escuché que el enfermo había sido picado por una gran araña en la faena. Si no llegaba una ambulancia pronto moriría.

Seguí caminando, y a mi lado apareció una maleza que invadía la carretera. Me enredé, sin querer, en ella. Mientras intentaba liberarme me di cuenta que en mi brazo, enmarañada, había una telaraña. El centro de ella conducía a la atemorizante visión de una araña con dos ojos, verdes, que me contemplaban. Con el vaso traté de apartar la telaraña de mi cuerpo, pero sólo logré mover todos los hilos y excitar a la araña. Comenzó a moverse hacia mí, con todo y su poderosa ponzoña.

Sus ocho patas eran como las del grillo: anchas y con púas. Y su color era esmeralda. Cuando estaba casi sobre mi piel logré aventarla con el vaso. Pero no se daba por vencida y volvió a trepar en los hilos, y cuando estaba lista para inyectar su veneno en mi brazo, desperté agitado.

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La arañagrillo